Pese a lo que hemos examinado en la entrada anterior (la mujer), el cristianismo no solo resultaba atractivo para la población femenina del imperio. Había otros sectores, no necesariamente formados por mujeres, que también eran considerados con dignidad por la nueva fe. Entre ellos ocupaban un lugar predominante los extranjeros y los esclavos, precisamente aquellos para los que, según Pablo había señalado en su Epístola a los Gálatas, no existían barreras en el seno de la comunidad cristiana.
En verdad, la situación de los esclavos era todo menos envidiable en el mundo clásico. Algunos conseguían la emancipación y su paso al estado de libertos, pero hasta donde sabemos se trataba más bien de casos excepcionales. La suerte, desde luego, de los esclavos que trabajaban en el campo era pésima, ya que se les sometía a una vida miserable basada en los consejos de personajes avariciosos y codiciosos como Columela (De Agricultura 1.8.1, 2, 5, 6, 9, 10, 11, 16, 18, 19) o Catón el Viejo (De Agricultura 2, 56-59). Con todo, resultaba casi envidiable si se la comparaba con la de aquellos que trabajaban en las minas (Diodoro Sículo, Historia, 5, 38, 1). Pero incluso aquellos esclavos que vivían en las ciudades al servicio de un gran señor no podían escapar de un destino pespunteado de circunstancias aciagas. Las fuentes clásicas nos señalan que era normal en la existencia de los esclavos el sufrir la flagelación (Marcial, Epigramas, 3, 94), la mutilación a veces por puro divertimento (Plinio el Viejo, Historia natural, 9, 39, 77) y el sadismo más brutal e injustificado (Juvenal, Sátiras, 6, 475-6; 480-4; 490-3).
En verdad, la situación de los esclavos era todo menos envidiable en el mundo clásico. Algunos conseguían la emancipación y su paso al estado de libertos, pero hasta donde sabemos se trataba más bien de casos excepcionales. La suerte, desde luego, de los esclavos que trabajaban en el campo era pésima, ya que se les sometía a una vida miserable basada en los consejos de personajes avariciosos y codiciosos como Columela (De Agricultura 1.8.1, 2, 5, 6, 9, 10, 11, 16, 18, 19) o Catón el Viejo (De Agricultura 2, 56-59). Con todo, resultaba casi envidiable si se la comparaba con la de aquellos que trabajaban en las minas (Diodoro Sículo, Historia, 5, 38, 1). Pero incluso aquellos esclavos que vivían en las ciudades al servicio de un gran señor no podían escapar de un destino pespunteado de circunstancias aciagas. Las fuentes clásicas nos señalan que era normal en la existencia de los esclavos el sufrir la flagelación (Marcial, Epigramas, 3, 94), la mutilación a veces por puro divertimento (Plinio el Viejo, Historia natural, 9, 39, 77) y el sadismo más brutal e injustificado (Juvenal, Sátiras, 6, 475-6; 480-4; 490-3).
La ley romana era además considerablemente dura con los esclavos. Por ejemplo, cualquier esclavo objeto de una investigación judicial era siempre sometido a tortura porque se partía de la base de que mentiría, y en caso de que se sospechara que un esclavo era culpable de la muerte de su amo se procedía a la ejecución de todos y cada uno de los esclavos de la casa. Tácito (Anales 14, 42-45) recogió, en este sentido, cómo el homicidio de Pedanio Secundo fue castigado con la ejecución de sus cuatrocientos esclavos, y esto con la sanción directa del Senado. Era el propio amo el que podía administrar la última pena a los esclavos y, de hecho, tal medida no cambió hasta Adriano (Scriptores Historiae Augustae, Vita Adriani, 18, 7-11), que exigió que la ejecución fuera llevada a cabo por la autoridad imperial. Por añadidura, la esclavitud no implicaba solo maltratos físicos, sino la sumisión a una condición terrible en virtud de la cual los esclavos dependían de los deseos sexuales de sus amos, se veían obligados a contemplar cómo sus hijos nacían esclavos y podían ser separados de ellos y del resto de su familia. Incluso en el más que improbable caso de que alguien lograra recuperar la libertad, esta no era absoluta e implicaba una perpetua vinculación a los intereses del antiguo amo.
Frente a esa situación, el cristianismo consideraba que los esclavos eran seres humanos en todo el sentido del término. No deja de ser significativo que en uno de los escritos de la cautividad del apóstol Pablo, la Epístola a Filemón, el apóstol ordene a este, un cristiano propietario del esclavo Onésimo, que no solo no castigue a su siervo por haber huido, sino que además lo trate como a un «hermano amado» (Filemón 16). Tampoco deja de llamar la atención que entre los distintos grupos humanos a los que se dirigen las epístolas se repita una y otra vez el colectivo de los esclavos. Lo hallamos en los escritos paulinos (Colosenses 3, 22 y sigs.; Efesios 6, 5 y sigs.; Tito 2, 9 y sigs.) y a partir de ahí en toda la literatura cristiana posterior. Roma había temido durante siglos las revueltas serviles de las que la de Espartaco estuvo a punto de doblegar todo el sistema. Para evitarlas había articulado un entramado de medidas represivas cuyo conocimiento provoca en nosotros una comprensible sensación de espanto.
Sin embargo, à este sector enorme de la población —el que más trabajaba y más sufría— el cristianismo no le ofrecía ni la sublevación ni tampoco el desprecio. Le brindaba, por el contrario, fraternidad, dignidad, igualdad en el seno de sus comunidades y en buen número de casos la libertad mediante
la influencia sobre sus amos. Además, les hablaba de una esperanza superior que trascendía su existencia terrena. Los esclavos no aceptaron el cristianismo porque se les impusiera. Por el contrario, tuvieron que enfrentarse no pocas veces a sus amos para creer en él y lo hicieron porque lo que les ofrecía era infinitamente mejor que la realidad que sufrían de manera cotidiana.
El cuidado que el cristianismo mostraba de forma natural hacia los débiles y despreciados —mujeres, niños, viudas, esclavos...— se extendió hacia otras víctimas de la cosmovisión pagana como los condenados a morir en el circo o los no nacidos. Los sangrientos juegos de gladiadores contaron no solo con el respaldo del pueblo que los disfrutaba de manera enfervorizada, sino con el apoyo de las instituciones y la legitimación de los intelectuales clásicos. César, Augusto, Calígula, Nerón, Domiciano y un etcétera en el que no
falta casi ningún emperador los ofrecieron, rivalizando en el número de víctimas. De Cicerón a Plinio el Joven pasando por Séneca se justificaron apenas sin matices. Es peligroso cuestionar el sistema de producción de una sociedad, pero no lo es menos censurar sus diversiones y ocios. El cristianismo no dejó de mostrar una indiscutible aversión hacia esas manifestaciones de violencia, La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma ya indica al referirse a los que desean convertirse en cristianos que «el gladiador y el que enseña a luchar a los gladiadores, el bestiario que participa en la lucha de animales en la arena y el funcionario relacionado con los juegos dejarán de hacerlo o serán rechazados». De acuerdo con esta fuente de finales del siglo II o inicios del III, la participación —o relación— con los juegos de gladiadores era tan condenable moralmente como la idolatría, la prostitución o la homosexualidad. Su punto de vista no era excepcional, sino generalizado.
Lo era también en virtud del respeto a la vida el rechazo al uso de las armas. Durante los tres primeros siglos de su existencia, lo que hoy denominaríamos objeción de conciencia fue una práctica generalizada en el seno del cristianismo: Los ejemplos al respecto son numerosísimos y, como es lógico, derivaban de las enseñanzas de Jesús.
Recuérdense las referencias a no resistir al mal (Mateo 5, 39 y sigs.), a amar a los enemigos y perdonarlos (Mateo 5, 44 y sigs.), a rechazar el uso de la espada (Mateo 26, 52) o a afirmar que sus discípulos no combaten precisamente porque el Reino en que creen no es de este mundo (Juan 18,36).
la influencia sobre sus amos. Además, les hablaba de una esperanza superior que trascendía su existencia terrena. Los esclavos no aceptaron el cristianismo porque se les impusiera. Por el contrario, tuvieron que enfrentarse no pocas veces a sus amos para creer en él y lo hicieron porque lo que les ofrecía era infinitamente mejor que la realidad que sufrían de manera cotidiana.
El cuidado que el cristianismo mostraba de forma natural hacia los débiles y despreciados —mujeres, niños, viudas, esclavos...— se extendió hacia otras víctimas de la cosmovisión pagana como los condenados a morir en el circo o los no nacidos. Los sangrientos juegos de gladiadores contaron no solo con el respaldo del pueblo que los disfrutaba de manera enfervorizada, sino con el apoyo de las instituciones y la legitimación de los intelectuales clásicos. César, Augusto, Calígula, Nerón, Domiciano y un etcétera en el que no
falta casi ningún emperador los ofrecieron, rivalizando en el número de víctimas. De Cicerón a Plinio el Joven pasando por Séneca se justificaron apenas sin matices. Es peligroso cuestionar el sistema de producción de una sociedad, pero no lo es menos censurar sus diversiones y ocios. El cristianismo no dejó de mostrar una indiscutible aversión hacia esas manifestaciones de violencia, La Tradición Apostólica de Hipólito de Roma ya indica al referirse a los que desean convertirse en cristianos que «el gladiador y el que enseña a luchar a los gladiadores, el bestiario que participa en la lucha de animales en la arena y el funcionario relacionado con los juegos dejarán de hacerlo o serán rechazados». De acuerdo con esta fuente de finales del siglo II o inicios del III, la participación —o relación— con los juegos de gladiadores era tan condenable moralmente como la idolatría, la prostitución o la homosexualidad. Su punto de vista no era excepcional, sino generalizado.
Lo era también en virtud del respeto a la vida el rechazo al uso de las armas. Durante los tres primeros siglos de su existencia, lo que hoy denominaríamos objeción de conciencia fue una práctica generalizada en el seno del cristianismo: Los ejemplos al respecto son numerosísimos y, como es lógico, derivaban de las enseñanzas de Jesús.
Recuérdense las referencias a no resistir al mal (Mateo 5, 39 y sigs.), a amar a los enemigos y perdonarlos (Mateo 5, 44 y sigs.), a rechazar el uso de la espada (Mateo 26, 52) o a afirmar que sus discípulos no combaten precisamente porque el Reino en que creen no es de este mundo (Juan 18,36).
Justino, que fue martirizado durante la persecución de Marco Aurelio, insistió en que los cristianos no hacían «la guerra a nuestros enemigos» (Apología I, c. 39). Ireneo, obispo de Lión, señaló que «los cristianos no combaten» (Contra Haereses IV, 4). Clemente de Alejandría (m. 215) dejó el testimonio de que los cristianos no se entrenaban para la guerra (Stromata IV, 8; Pedagogo I, 12). Tertuliano (160-220) transmitió la enseñanza eclesial de que un cristiano no podía ser soldado ni siquiera en tiempo de paz (De Corona 11; De Idololatria 19). Orígenes (m. 254), respondiendo el ataque de Celso, legitimador de la persecución de Marco Aurelio, dejó de manifiesto que ni siquiera era lícito para un cristiano el recibir entrenamiento militar (Contra Celso 5, 33). Lactancio (m. 320) volvió a repetir que no era «lícita la milicia de las armas» para los cristianos (Divinae institutiones VI, 20). Las mismas Actas de los mártires recogen varios casos de cristianos que fueron ejecutados precisamente por rehusar servir en el ejército, ya que consideraban que ese comportamiento colisionaba de manera frontal con su fe. Este respeto a la vida, que aparecía en las condenas de las luchas de gladiadores y en la negativa a servir en el ejército, tuvo otra manifestación en el rechazo ya mencionado del infanticidio y en el del aborto.
La cultura pagana no tenía ninguna objeción moral contra el aborto e incluso había aducido razones en su favor. Platón (República 5, 9) había escrito que el Estado debía convertir en obligatorio el aborto para las mujeres que superaban los cuarenta años y también como una manera de controlar el crecimiento de la población. Aristóteles, asimismo, había suscrito el punto de vista de que solo debía procrearse hasta una edad determinada y que, superada esta, había que recurrir al aborto (Aristóteles, Política, 7, 14, 10). La sociedad romana, desde luego, consideraba normal que los varones dispusieran de los fetos de sus esposas o amantes, y conocemos, por ejemplo, el caso de Julia, la sobrina de Domiciano, a la que este ordenó abortar cuando quedó embarazada por mantener relaciones sexuales con él.
El cristianismo, y en esto seguía al judaísmo(19), consideraba, sin embargo, un grave atentado contra la moral la destrucción de la vida que estaba albergada en el vientre de una mujer. La Didajé, la primera catequesis cristiana de la que tenemos noticia, cuya fecha de redacción puede incluso ser anterior al año 70 d. C, ya consignaba la siguiente prohibición: «No matarás a un niño recurriendo al aborto ni lo matarás una vez que haya nacido». De la misma manera, la I Apología de Justino dejaba de manifiesto que «se nos ha enseñado que es una perversidad abandonar a los niños recién nacidos».
La posición del cristianismo primitivo hacia el aborto y el infanticidio no tardó en convertirse en una abierta denuncia dirigida a las más altas instancias del imperio. Atenágoras (Apología 35) ya señaló en el siglo II al emperador Marco Aurelio que «decimos a las mujeres que utilizan drogas para provocar un aborto que están cometiendo un asesinato, y que tendrán que dar cuentas a Dios por el aborto... contemplamos al feto que está en el vientre como un ser creado, y por lo tanto como un objeto del cuidado de Dios... y no abandonamos a los niños, porque los que los exponen son culpables de asesinar niños». Sabido es que la apología no disuadió al emperador de convertirse en un perseguidor de los cristianos. Pero tampoco la persecución apartó a los cristianos de sus puntos de vista.
A finales del siglo II, Minucio Félix (Octavio 33) volvía a condenar el aborto y lo relacionaba —con razón— con la propia mentalidad pagana. Se pensara lo que se pensara, lo cierto es que a lo largo de tres siglos el cristianismo fue concitando no solo las simpatías de amplios sectores sociales —esclavos y mujeres, pero también aquellos que estaban asqueados profundamente de la moral pagana—, sino también reuniendo en su seno un potencial demográfico que no podía ser igualado por una sociedad que abandonaba a sus hijos, que practicaba el aborto libremente y que sometía a las mujeres a un trato injusto y discriminatorio. En los siglos anteriores César había recompensado con tierras a los padres que engendraran tres o más hijos (59 a. C); y Augusto (29 a. C. y 9 d. C.) había promulgado normas que otorgaban preferencia política a los padres de tres o más hijos, que sancionaban a las parejas sin hijos, a las solteras de más de veinte años y a los solteros de más de veinticinco. Emperadores sucesivos habían incidido en estas políticas demográficas desde el poder, pero, como señalaría Tácito (Anales 3, 25), la ausencia de niños seguiría prevaleciendo.
A inicios de la Era cristiana la tasa de fertilidad del imperio ya era negativa(2); por el contrario, el cristianismo iba implantándose en los sectores de la población capaces de revertir esa terrible tendencia y les infundía una ética —siquiera en lo tendente a evitar el infanticidio y el aborto— que tenía consecuencias demográficas muy positivas. Pese a la persecución, la tortura y las ejecuciones, lo cierto es que el cristianismo crecía demográficamente en un imperio que retrocedía en ese terreno.
Pero, aparte de lo anterior, el cristianismo contaba con un factor más que le iba a permitir imponerse sobre el paganismo de una manera no-violenta y decisiva. Su base se hallaba en el mandato del amor al prójimo sin ningún género de excepciones y tendría consecuencias prácticas de una enorme relevancia.
1) Sobre precedentes judíos en Flavio Josefo y el Pseudo-Foclides, aparte de un desarrollo del tema, véase: M. J. Gorman, Abortion and the Early Church, Downers Grove (Illinois), 1982.
2) En este mismo sentido, véanse: A. M. Devine, «The Low Birth-Rate in Ancient
Rome: A Possible Contributing Factors», en Rheinisches Museum, 128, 3-4, págs. 313-
317; T. G. Parkin, Demography and Roman Society, Baltimore, 1992; A. E. Boak,
Manpower Shortage and the Valí of the Roman Empire in the West, Ann Arbor, 1955.
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